[La madre rata] por Fernando García Moggia: LMR es una novela publicada contra su época

Con este la lectura de este texto, Fernando presentó, acompañado de Regina Khayum, la novela La madre rata. Tuvimos el gusto de compartir un grato y alcoholizado momento en Solidari (Galileu 13, Sants). Después de este texto, vendría Regina con preguntas extrañas... Fue una velada memorable.

 
Fernando, Regina y yo en pleno trìo!

LA MADRE RATA ASOMÓ SU CABEZA

Y TIENE CARA DE NIÑO

La primera vez que vi La madre rata fue acá mismo, en la librería Solidari. A un costado del insigne vendedor y jefecito que es Marxcelo, en lo alto de una repisa vertical repleta de libros apolillados, allí La madre rata lucía su fachada como si fuera un icono ortodoxo. Lo primero que me llamó la atención fue la imagen de fondo que acompañaba el título: se trata del detalle de un rostro con unos ojos azulinos de una especie de retrato renacentista de quién sabe qué: ¿un ángel? ¿el niño dios? Como sea, la cosa es que la mirada de ese rostro resultaba ser demasiado dulce como para no contrastar con las connotaciones cloacales del título: ¿Qué hacían juntos, en un mismo plano, una madre rata y la inmaculada mirada de un niño pintado en acuarela? Luego de conocer a LM en un taller de poesía que yo mismo junto a mi colega Rodrigo organizamos aquí mismo en la librería, luego de recibirlo semana a semana con su actitud discordante y su mirada burlona, ya comencé a sospechar que la discrepancia entre ese título y esa imagen estaba ocultando una gran broma al interior de esas páginas, una broma tan divertida como pesadillesca.

Lo de pesadillesca es quizás arbitrario. Aquí hablo a título personal, aunque estoy seguro de que no soy el único (lo he comprobado) que ha tenido alguna pesadilla parecida a la que, como lectores, nos somete este libro. Me refiero a esa pesadilla horrible en la que de golpe y sin mediar razones uno se encuentra, con la misma edad que se tiene en el presente, en el aula de clases de la escuela junto a sus viejos compañeros, aunque ellos con 13 o 15 años de edad. Que las escuelas sean un modelo universal del encierro y la vigilancia ya dice suficiente acerca del carácter asfixiante del asunto. Pero quizá lo peor de esa pesadilla consista en el hecho de no saber cómo actuar frente a algo que en buena medida ya dimos –aunque sea equivocadamente– por superado: la adolescencia. El desafío al que nos vemos sometido, el de tener que actuar como si tuviésemos 13 o 15 años para poder al menos sobrevivir en ese mundo hostil de falditas y pantalones grises, es, me imagino, al que tuvo que verse enfrentado el mismo autor a la hora de ponerse a escribir esta novela. No hay salida, en realidad: si ahora nos puede aterrorizar la idea de volver a ser adolescentes, es un hecho casi seguro que de adolescentes nos aterrorizaba la idea de tener que ser adultos. Es en este segundo plano, el que comunica al muchacho que fuimos con el mundo de los adultos que suponemos que somos −con nuestros achaques, moralinas, (in)sensateces, culpas e inhibiciones− en donde transcurre el desarrollo de la narración. Pero tal desarrollo no está falto de resistencia y el narrador, que bien puede perfilarse como un adulto que rememora su pasado, hará todo lo posible para que estos muchachos no renuncien a lo que son.

La novela nos hace ingresar de pleno en ese universo colegial desde la perspectiva de un narrador adulto que parece espejearse a la perfección con los muchachos que retrata, universo que si bien está situado en Perú, descrito y escrito en peruano, posee asimismo un carácter mítico que se corrobora, tal como en nuestros sueños, por las construcciones arquetípicas del relato. En esa línea, no faltan la aparición de esos cabrones profesionales, torturadores de niños, adictos a la regla y el compás, que con falta estima llamábamos profesores, quienes como si tuviesen ojos en la nuca podían saber todo lo que sucede a sus espaldas mientras escribían en la pizarra. O también el profesor empático, que en la novela lleva el nombre de profesor Orate, cuya bondad es pagada día a día con el sadismo gratuito de estos pre-púberes. Pero también, desde el lado de acá de la imaginación masculina, no faltarán las Lorena Costa como encarnación de la colegiala sexy y libertina cuya discreción es tan grande como su deseo. Y sobre todo: pandillas, mucho pandilleo, matonaje, rayadas de cancha, pavoneos de pavo real, enfrentamientos tribales y la sublime y patética camaradería del alcohol, deporte amoroso cuyo único fin consiste en reunirse −en verse, porque los amigos tienen que verse− hasta caer y desaparecer en el sueño eterno.

Pero estos púberes no son tan malos como parecen, tienen sus propios códigos, se cuidan como hermanos y son capaces de protagonizar escenas de una ternura extrema como humillarse sin límites por un ideal romántico absorbido de alguna película gringa; o sí, en realidad son malísimos, se la pasan tocándole el culo a las chicas en el bus, incluso se violan a un compañero más pequeño, son un puto asco… ¡¿En qué estaba pensando el autor?! Pero no, o sí, qué importa: parecen estar más allá del bien y mal. Aún no son adultos, sus deseos aún corren libres sin las fronteras de la edad. Esa es su nobleza y, también, su fatalidad. ¿Y si son malos no es también por culpa de la perversión de los adultos y por tanto Concilio de Trento que la religión les inocula? ¿Somos justos por juzgarlos según nuestros propios códigos morales de adultos más o menos occidentales, formados con las migajas del cristianismo y la deconstrucción? ¿Es esta una justificación? ¿No es también una bajeza justificar la violencia sin fines mediante el recurso a la inocencia? Aquí es cuando uno se ve enfrentado a la libertad de la literatura, a su capacidad intrínseca de hacer tambalear nuestras certidumbres, libertad que esta novela afirma como si se tratara de un principio vital. No me cabe duda: es una novela publicada contra su época, especialmente contra ciertas corrientes hegemónica del arte de hoy que tienden a confundir la política y la estética con la moral y que, obstinadas por generar formas inclusivas, acaban por neutralizar los mismos conflictos que abordan.

Se me viene ahora a la mente un referente que afirmó la misma libertad polémica en su época y que por varias razones no puedo dejar pasar, Witold Gombrowicz, el escritor polaco que residió en Buenos Aires durante más de 25 años y cuya famosa novela Ferdydurke dejó una huella indeleble en la narrativa argentina y en la latinoamericana en general. Las afinidades de La madre rata con Ferdydurke pueden resultar superficiales, estrictamente temáticas: va de un personaje de treinta y pico años que de manera repentina es llevado por un viejo inspector de vuelta a la escuela, en donde sufre todo tipo de vejámenes, sobre todo el de no saber quién es en medio de la alharaca colegial. Pero lo que resulta más pertinente a la hora de traerlo a colación aquí es el conflicto entre lo que Gombrowicz llamó la Madurez y la Inmadurez. La idea apunta a esa dinámica de la cultura por intentar darle forma (una Forma Madura) a aquello que no podemos controlar o que se nos presenta en un estado inacabado, bruto, imperfecto. Lo que veía Gombrowicz es que detrás de todo ese intento “formador” (del cual la escuela sería un catalizador privilegiado) no hay más que una mascarada: la de suponer que debemos ser alguien, tener una identidad, de que tenemos que comportarnos de cierta forma para ser ciudadanos en un mundo civilizado. De tal manera, la cultura −esa que alimentamos de moral, ideales y bellas y eternas obras de arte− lo que hace en realidad es infantilizarnos, impedirnos que alcancemos una más sustancial madurez personal. La única opción que nos queda para resistir a los embates de la cultura sería, justamente, afirmar nuestra inmadurez intrínseca.

No es azaroso que los protagonistas de esta novela sean adolescentes o pre-adolescentes de 12 y 13 años, los seres inmaduros por antonomasia; y aunque también adolezcan serlo (que la adolescencia duele ya lo dice la palabra) también lo gocen como quien no tiene inscrito en su cuerpo la signatura de un mañana. En ese gesto, aunque sea implícitamente, existe una vindicación de la juventud como fuerza épica y subversiva, como pasión contra el Orden, pero también, creo, revela una búsqueda poética más profunda: la de hallar allá en el bruto fruto de la juventud el germen de la creación. Puede que me equivoque, pero en la panda de ratas que protagoniza la novela acabo viendo una alegorización de la creación a la que refiero; el sobrado conocimiento que tiene LM en literatura medieval –y que me consta por nuestras conversaciones– me invita a corroborar esta idea. En ese sentido, que tal germen creativo esté abundantemente regado con la violencia de estos púberes dice más acerca del carácter transgresor de la creación misma antes que de alguna violencia intrínseca que podamos suponerles. Y creo que es a este lugar donde la novela nos empuja constantemente como si se tratara de una encrucijada, o de un ring en donde la ficción y la realidad se levantan y pelean a saco en cada round. El que gana, finalmente, es el lector.


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