[Trilogía del signo] por Fernando García Moggia: una escritura habitada por esa cosa rara y milagrosa que llaman una voz personal

En la revista 2+, cuyo primer número viene de ser presentado de manera digital hace unos días, ha aparecido una reseña, firmada por el chileno Fernando García Moggia, sobre mi trilogía poética que me gusta llamar la Trilogía del signo, y que anteriormente llamaba Pueblo joven. Transcribo aquí el texto...


De izq. a der. Tan igual pero distinto, II, Pueblo joven.

Pueblo Joven, II y Tan igual pero distinto: tres libros que en conjunto arman una trilogía pero que –cuestiones editoriales aparte– pueden leerse como las tres partes de un solo y extenso libro de poesía. Eso al menos pensé una vez que finalicé la lectura de todos ellos, con la sensación de que había una misma escritura desplegándose y creciendo a cada línea, como si se tratase de esos hongos que aparecen en la ducha y que con el tiempo van tomándose el baño, el pasillo, la cocina, las habitaciones, el piso, el edificio entero: un organismo internamente coherente que fagocita a cada paso su exterior transmutándolo en materia poética de alta voltaje.

Miento. En verdad comencé a leer por el final. En mis manos cayeron estos tres libros del poeta peruano-emigrado-a-europa L.M. Hermoza, unidos por una banda de papel transparente, a cuyo pie puede leerse Trafalgar Square, y en su interior: “Manchester – MMXVIII” (en cristiano: 2018). Tres libros, un solo pack: ¿una trilogía? Pero qué es esto ¿El padrino? ¿El señor de los anillos? ¿Raúl Zurita? No me convencía la idea, así que de puro mono porfiado que soy comencé por el que supuestamente era el último: Tan igual pero distinto. Me lo leí de un tirón, sin saber a qué era igual ni a qué distinto, pero notando rápidamente que se trataba de una escritura, sino nueva, sí del todo singular, habitada por esa cosa rara y milagrosa que llaman una voz personal.



“no sé si era o no un ser / pero ahí estaba // un algo presente respirando / luz que invade lento lo gris”, con estos versos comienza este tercer libro y vueltos ahora a leer se me hace que condensan en apenas cuatro líneas el devenir del resto. Un ser, un algo, una presencia que no se puede esclarecer del todo pero que irradia luz hacia el espacio vital de la palabra; una presencia que se intuye, se siente, se huele, que a ratos toma la forma de una bestia, de un toro, de un animal; que es pura fuerza, vigor e intensidad, pero también fragilidad, enfermedad y muerte; una presencia que pareciera ser el movimiento mismo de lo vivo ¿el deseo? Tal vez. Lo cierto es que la voz de estos poemas despliega un manojo de situaciones, imágenes, referencias y desdoblamientos que se van solapando con una soltura cada vez más vertiginosa, en un crescendo constante, cantando –sí, cantando– al compás de ritmos encabalgados, con una sintaxis proyectiva y neologismos varios que, no obstante sus piruetas, resultan siempre expresivos. Una escritura, en definitiva, decidida a subirse sin salvavidas al bote del poema para remar en esas aguas peligrosas del lenguaje en donde las lenguas se mixturan. Y en ese viaje –porque se trata de eso: del tránsito, el cambio, la migración–, lo que salva a la palabra del ahogo no es otra cosa que la respiración y el hallazgo: esa luz que invade lo gris. Como decía la vieja cantinela del griego: lo importante no era el destino, sino el camino. Estos poemas parecen surgir de la extrema incertidumbre de ese trayecto, con una urgencia vital que trasciende –sin desdeñar– lo estrictamente literario.

Pero vamos por partes. Después de leer el último libro, me decidí a leer los otros dos en orden, me intrigaba la idea de conocer cuál había sido el recorrido para llegar al notable estilo del tercero, si acaso había un recorrido o si acaso, en cambio, había un universo independiente en cada libro. Creo, luego de leerlos, que hay un poco de ambas cosas.


El primer libro, Pueblo Joven, inaugura un universo imaginario de tintes pos-apocalípticos que recuerda a libros como El temblor del cielo de Vicente Huidobro, pero sobre todo a películas gringas ochenteras como Mad Max o Blade Runner. En estos poemas, más narrativos e hiperbólicos en su conjunto que los otros, una pandilla de jóvenes omnipotentes que parecen haber sobrevivido a una catástrofe estelar, salen a hacer de las suyas en un mundo en ruinas habitado por todo tipo de bestias pos-humanas, un verdadero bestiario de sobrevivientes, y en el que acaban enfrentándose a las propias fuerzas que despertaron. Este primer libro da título a la trilogía, y en ese sentido alberga las búsquedas esenciales de ésta: la conformación de una comunidad otra, de una forma distinta de relacionarse a la signada por la cacareada civilización occidental, una en donde la hermandad se establece a través del tráfico de lo que más teme el Orden: las pasiones.



En el segundo libro (II), escrito en prosa o prosa poética, el “nosotros” de ese primer libro parece haberse disgregado en desmedro de un “yo” en pleno viaje, habitado por los fantasmas de una comunidad perdida (y sus sueños omnipotentes) y la presencia de los nuevos encuentros y los lazos transitorios que conforman ahora otro tipo de comunidad, una hecha de migrantes, melómanos, ciborgs y eternos adolescentes. El ritmo galopante de la prosa, la yuxtaposición abrupta de diálogos o escenas de ultra-violencia, el cambio de tiempos y locus, la aparición y desaparición de personajes, el repertorio musical que va de Brahms a Héctor Lavoe y más: es como si el autor se hubiera decidido a echar todo lo que tenía adentro a la juguera y la encendiera a máxima potencia, apretando bien la tapa para que no se rebalse. El resultado es en apariencia caótico, pero si se aguza el ojo y el olfato se vislumbra un dominio de los materiales de quien sabe perfectamente lo que está cocinando.

Este es el momento de la reseña en que para finalizar uno se pone a buscar filiaciones y sacar conclusiones: decir, por ejemplo, de qué manera esta trilogía retoma con oficio y talento el flujo imaginativo de la poesía de Huidobro, mezclándolo con el desparpajo verbal de un poeta como Oliverio Girondo (vid. En la masmédula) y con una desfachatez e irreverencia que a su vez recuerda a la poesía del peruano Lucho Hernández. Incluso su poesía me hace pensar en esa idea del escritor polaco radicado en Buenos Aires, Witold(o) Gombrowizc, para quien la “inmadurez” representa la fuerza creativa por excelencia de cualquier cultura, a cuya ausencia una cultura como la europea (no así las que proliferan en Latinoamérica) se vería enfrentada a la fosilización y el estancamiento. Bien, todo esto es más o menos plausible, más o menos “decible” respecto de la poesía de L.M. Hermoza. Pero una vez leído esto, olvídenlo. Mejor lean estos libros con la inocencia de quien encuentra una rareza perdida en algún anaquel cubierto de polvo en una librería de libros usados. No solo hallarán aquí poesía de alto vuelo, sino que además se divertirán como un niño con juguete nuevo.



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